Queridos hermanos:
La conversión de San Pablo, acontecimiento de fe y de amor fundamental para la Iglesia, adquiere una relevancia muy especial para nosotros en este Año Paulino que ha convocado S.S. Benedicto XVI. Él renueva en nosotros la vida que nos da el Señor Resucitado, vida que nos impulsa a evangelizar y transmitir ese Amor transformador del mundo. Creo que podemos entender con este tenor las palabras que nos dejó el Papa en su homilía de Aparecida: “El Amor es el que da la vida; por eso la Iglesia es enviada a difundir en el mundo la caridad de Cristo, para que los hombres y los pueblos «tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10)”(1).
En mi carta pastoral con motivo de la Apertura del Año Paulino mencionaba nuestra opción por el estado permanente de misión en la diócesis, y también la dimensión misionera de toda la pastoral(2), las cuales, gracias a Dios, continúan con vigor. Ello implica la permanente conversión del corazón y el «dejarnos iluminar por Dios», como lo hizo Saulo, iluminado por la «Luz de Luz», Jesucristo. En efecto, Saulo había asumido un papel muy activo en la lucha contra los cristianos, como dice la Escritura: “Saulo hacía estragos en la Iglesia; entraba por las casas, se llevaba por la fuerza hombres y mujeres, y los metía en la cárcel” (Hech 8,3). Pero irrumpe un «hecho nuevo», una «Infinita Novedad», cuando la Luz del Señor transformó su corazón: "Y sucedió que, al llegar cerca de Damasco, de súbito le cercó una luz fulgurante venida del cielo, y cayendo por tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dijo: ¿Quién eres, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, y entra en la ciudad y se te dirá lo que has de hacer. Y los hombres que le acompañaban se habían detenido, mudos de espanto, oyendo la voz, pero sin ver a nadie. Se levantó Saulo del suelo y , abiertos los ojos, nada veía. Y llevándole de la mano lo introdujeron en Damasco, y estuvo tres días sin ver, y no comió ni bebió" (Hech 9, 3-9).
A partir de allí, nace el Apóstol, que soportó cada sufrimiento con la «primera alegría» de haber sido iluminado por el Señor. Así nosotros, como diócesis, les pido, sigamos creciendo en el «abandono confiado en Dios», en la acción constante y creciente en pos de cumplir sus mandatos, y en la alegría que caracteriza al cristiano (cf. Sal 73 [72], 23-28). En esto se encuentra la raíz y el quicio de toda la historia de salvación, es decir, el amor de Dios por la humanidad y el mandamiento del amor al prójimo, síntesis de toda la Ley y de los Profetas (cf. Mt 7,12). ¿Será para nosotros el Año Paulino la ocasión privilegiada de comprenderlo y asumirlo con humildad y espíritu de fe?. Porque el espíritu de fe nos lleva a la «comunión de espíritu», en el decir de san Pablo, la cual, cuando sucede en la Gracia «colma la alegría» (Cf Flp 2, 1-2).
El «abandono confiado» no ha de hacernos perder de vista la finalidad de toda lucha justa, que es la victoria, y la victoria para nosotros es la realización de ese Amor que todo lo puede, que todo lo transforma, en nuestra vida nueva. Lejos de la desventuranza de quien vive luchando pero sin vencer («Desventurados los que», dice san Agustín, «con mayor gusto se dedican a luchar que a vencer, siendo la victoria el fin de la lucha»(3), queremos una «vida nueva» que nos distinga como cristianos, una victoria en la Cruz Pascual.
Los escritos de los Apóstoles, y en particular las Cartas de San Pablo, están llenos de textos sobre este tema: "El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo" (2 Cor 5, 17). El fruto de la redención realizada por Cristo es precisamente esta "novedad de vida" (Cf Col 3, 9-10). "El hombre viejo" es "el hombre del pecado". "El ser humano nuevo" es el que gracias a Cristo encuentra de nuevo en sí la original "imagen y semejanza" de su Creador. Por esto también, como Iglesia misionera, y en la «conversión pastoral» que nos propone el Documento de Aparecida, hemos de procurar hacer carne la enérgica exhortación del Apóstol para superar todo lo que en cada uno de nosotros es pecado y resquicio del pecado: "Desechen también vosotros todo esto: cólera, ira, maldad, maledicencia y palabras groseras, lejos de vuestra boca. No se mientan los unos a los otros..." (Col 3, 8-9), y también, "Despójense, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias, a renovar el espíritu de vuestra mente, y a revestirse del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad".
Los exhorto a ustedes como a hermanos y hermanas muy queridos (y procuro asumirlo yo mismo con todas mis fuerzas) a esa «conversión pastoral» a la que somos llamados: “La conversión pastoral de nuestras comunidades exige que se pase de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera”(4), para poner en obra el elemento más importante de todo proyecto pastoral, al que se refería Juan Pablo II en «Novo Millenio ineunte», para que “ (…) el único programa del Evangelio siga introduciéndose en cada comunidad eclesial”(5).
+Oscar D. Sarlinga
24 de enero de 2009
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1. BENEDICTO XVI; Homilía de la Eucaristía en Aparecida, 13 de mayo de 2007.
2. http://www.aica.org/index2.php?pag=sarlinga080613
3. SAN AGUSTÍN, De vera religione 53, 102.
4. CONSEJO EPISCOPAL DE AMÉRICA LATINA (CELAM), Conferencia de Aparecida, n. 370.
5. JUAN PABLO II, Carta Apost. Novo Millenio ineunte, 1º2.
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